10 julio, 2008

Amantes

Se había instalado entre los dos una complicidad cómoda, reconfortante que hacía que el paso de las horas fuese calmo y casi anestesiante. Con él pasaba la vida dentro de un micromundo en el que todo cobraba cierta irrelevancia. Ella era feliz en ese tiempo que paraba el reloj, que hacía que la sucesión de minutos fuese una sucesión de placer y de liviana felicidad. El sexo era fácil, lo hacían como una tarea que por aprendida no dejaba de ser gratificante, sino más bien al contrario, se afanaban en la búsqueda de la perfección, y siempre acababan por sorprenderse uno al otro con sus técnicas amatorias. El placer del sexo era la excusa para encontrarse cada dos o tres días, siempre a media tarde, en el apartamento de Marisa. Pero más allá del sexo habían encontrado un espacio habitado por los sentidos, donde se hacían plenos , como amantes, pero también como seres humanos. Allí concluía la realidad de sus vidas, sus obligaciones y sus problemas, y tan sólo los besos y caricias que se regalaban sin contraprestación alguna eran suficientes para crear una atmosfera como de otro mundo. Marisa hablaba de la infancia, y Esteban la escuchaba con atención : en sus ojos un brillo de admiración y de nostalgia. Le habría gustado conocerla desde siempre, desde que era sólo una chiquilla, y haber compartido con ella aquellos primeros paseos en bicicleta, aquellas madrugadas el día de Reyes, aquellos primeros besos en el patio de recreo...
Entre conversaciones y miradas el apartamento de Marisa cobraba una dimensión de paraíso, no hacía falta mucho, un sofá, una cama, algo de música y un poco de chocolate. Con la radio bastaba, música española , que era la preferida de ella. A veces sonaba un bolero o cualquier canción lenta y romanticona, y se besaban al ritmo pausado de las notas, y con el cambio de canción Marisa cambiaba el ritmo del movimiento de sus labios, y buscaba las partes más íntimas de Esteban y seguía igualmente, bajo las sábanas, el ritmo de la música. Después del sexo, el sudor y el chocolate se mezclaban en una comunión casi perfecta, casi infantil. Les gustaba sentirse pegajosos, olerse como animales y reconocer en sus olores corporales sus afectos. En esa intimidad de piel sobre piel, hacían de sus abrazos un lenguaje completo que les servía para entenderse por encima de las complicaciones de su relación censurada y prohibida. A su manera se querían y se lo demostraban con gestos cotidianos, con pequeñas caricias y silencios en los que descansar de sus miserias.
Las tardes calurosas, como la de ayer, eran las preferidas de Esteban. Marisa sin embargo siempre se quejaba porque no podía ir a la playa, y entonces, Esteban bromeaba, y le decía que él era mejor que el Mediterráneo entero.
Ayer se entregaron con furia, como si en los días que llevaban sin verse hubiesen acumulado una voracidad excesiva. Hicieron el amor varias veces seguidas, recorriendose uno al otro con la intención de memorizarse, de empaparse de la esencia última de la materia que les formaba. Esteban estaba contento, cómodo entre los arrumacos de Marisa que le devolvían la confianza que la propia vida le iba quitando a cada paso. Intentó contarle sus problemas con Hacienda, pero Marisa barrió con un beso los trámites burocráticos. Le espetó un "me aburro" y volvió a su piel como quien regresa a un territorio conquistado. Y de nuevo buscaron su refugio secreto, entre la dulzura de Marisa y la serenidad de Esteban. Hacía mucho tiempo que no se querían tanto.

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