Es necesario un tiempo de silencio,
bajo las noches otoñales
y el desaliento y el infortunio.
Nada queda.
No queda nada bajo las palabras últimas que nos dijimos,
tan locos y tan cuerdos,
tan seguros de nosotros mismos.
Hoy me pareció que iba a llover.
Debería de llover durante cien años sobre nuestras cabezas,
sería como una forma de hacer justicia;
el dedo en la herida, para que no se cierre nunca.
No quiero besar tu cicatriz,
me dijiste queriendo decirme que me querías;
yo entendí que te marchabas para siempre.
Mejor así. Un tiempo de silencio;
la ciudad con lluvia y remordimientos entre los cubos de basura,
algún reproche más entre la saliva y el sudor
de nuestros cuerpos desnudos.
Fue como suicidarnos, ¿lo recordaremos?
Era domingo y la habitación olía a wisqui y a ruído
de gritos que irrumpen desde el más adentro de nosotros
para aniquilarnos por completo.
Nada queda.
Hubo un tiempo de besos y de caricias a manos llenas,
de un intento de comprender las cosas o
de colocarlas en el lugar preciso.
Eramos unos cínicos, o unos ingenuos, qué más da.
Ahora me suena todo como un sueño lejano
que se quedó olvidado entre otras muchas promesas.
Nada de lo que dijimos tendrá futuro,
no veremos el fruto podrido de nuestro amor,
ni sentiremos melancolía alguna.
No queda nada, por eso.
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