15 noviembre, 2011

El amor me ha jugado una mala pasada. Vaya, otra vez, sí, una vez más. Yo que me hacía la chulita, que creía que ya había pasado por todas las aberraciones que destrozan el corazón y te minan la moral y los sentidos, y te dejan la autoestima por los suelos. Sí, yo que salí de dos buenas, de dos historias de esas que te desgarran y te dejan el alma en jirones y te vuelven incapaz para amar de nuevo, para tomarte nada en serio que tenga que ver con el amor. Pues voy y la cago de nuevo. Por lo menos no he repetido los mismos errores, no ,eso no. Esta vez se trata de un error nuevo, pero el efecto sobre mi es exactamente el mismo y termina en una caja de pastillas para soportar la ansiedad que a veces me domina.

La ventaja -quiero ver la cosa como una ventaja, sin obviar por supuesto el dramatismo que conlleva- es que se termina la historia en todo caso, que no hay salvación ni remedio posible, y que ni siquiera depende de él o de mi. Da igual que me mande o no al carajo, que me diga que ya no me quiere o que me mienta y finja en el último polvo que no ha cambiado nada. Porque se termina. Y yo puedo llorarle por decisión propia, porque decido plantarme aquí y ahora porque no aguanto más sus desplantes y sus mentiras , o porque su hartazgo le lleve a abandonarme antes de que a mi me de tiempo a reaccionar. Pero si nada de esto sucede, si los dos nos aferramos a la nada en la que se ha convertido lo nuestro, no importa, porque al final, el final se impondrá irremediablemente y aún así , yo seguiré con la posibilidad de llorarle o consagrarme compasivamente a una amistad-amor envenenada. Pero ya no será lo mismo. Ya no estaremos juntos, ni pelearemos, ni nos mentiremos , ni seremos nada de lo que fuimos ni de lo que pudimos ser. Nada de lo que podríamos haber sido , de salir las cosas de otra manera.

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