De pronto fructifican los
reencuentros con aquellos hombres del pasado que una vez creí amar, o quizás les amé de verdad, a mi manera,
eso sí. Y cuando a un reencuentro se
sucede otro, parece que todo apunta a una red tejida de destino, algo así como
una encrucijada irremediable en la que nos coloca la vida, lo que significa
siempre verse las caras con el pasado que aún no está resuelto.
Primero me sorprendió su sonrisa
y su voz en mi oído, sus labios en mi mejilla en dos besos sonoros e
inesperados. En medio del ruído de la noche,
música de pub y efluvios de alcohol nos contamos nuestra vida a
borbotones, pasando de puntillas por los
problemas y dejando que las palabras se detuviesen un poco en los halagos; todo
apenas perceptible, insignificante desde fuera, una conversación irrelevante si
no fuese porque hace años le quisiste hasta los bordes.
El reencuentro, si lo pienso
bien, no fue para tanto; sí lo fue sin embargo la sensación de embriaguez que me
dejó, una especie de locura, como una niebla que se posaba en todos mis pensamientos
, sin que terminase de abstraerme del todo, pero sin permitirme centrarme al
cien por cien en cosa alguna. Y así me pasé el resto del fin de semana, en un
intento de huír de la memoria de los tiempos en que su nombre lo llenaba todo y
su belleza era más fruto de un endiosamiento
que real, hasta que se precipitó la solución con otro reencuentro, aún más
convulso, aún más demoledor, que hizo retemblar los cimientos de mi
consciencia.
Jorge volvía a mi memoria desde la
profundidad de una mirada efímera y distante, azul, en medio de una calle de la
zona vieja.
Un grupo de excursionistas
apuraban la tarde del domingo, iban cargados con sus mochilas y sus cámaras de
fotos profesionales lo que delataba su
aburguesamiento desenfadado. Domingueros que rondaban los cuarenta, acompañados de algún niño , iban
fotografiando fuentes y mirando los rebordes de los balcones, como si paso a
paso fuesen redescubriendo la ciudad a través de su arquitectura.
Me crucé con ellos y me llamaron
la atención por el patetismo que me produjo la escena, no eran más que una
pandilla de pijos que sacaban a pasear sus cámaras de fotos carísimas el fin de
semana para justificar de alguna manera la inversión que habían hecho en ellas.
Y de pronto, unos ojos azules me paralizaron. Era Jorge. Primero los ojos, y
luego el resto: su pelo rubio rizado, todavía conservaba su melena, recogida
esta vez en una coleta y cubierta por una gorra de color verde. Su rostro estaba igual, me siguió pareciendo
terriblemente guapo, no había engordado, me pareció esencialmente el mismo.
Jorge allí, de pronto se difuminó
todo, las calles, los demás excursionistas, incluso yo me difuminé un poco. Sin
duda debió de pararse el tiempo unos minutos, y recuerdo muy bien cómo mi
hermana al otro lado del teléfono me decía que no era posible, que lo estaba
confundiendo con otro. Pero si de algo
estaba segura en ese preciso instante era de que era él, y que el momento era
exactamente igual a como lo había imaginado mil veces.
Allí estaba él mostrándoseme tal
y como nunca lo había hecho, pero tal y como era al fin y al cabo. No era más que
un aventurero de ciudad, con sus botas de montaña y su chaleco de explorador
tomando cañas con sus amigos burgueses
por las terrazas de una ciudad que conocía demasiado bien.
Doblé la esquina para recuperar
la respiración; unos minutos después decidí enfrentarme de nuevo a su mirada, y
volví sobre mis pasos, otra vez en medio del grupo. Pero él ya no estaba ,
parecía que la tierra se lo había tragado, sólo a él.
Y después el rastro de cinco años
de amor no correspondido, de entrega a tientas con el corazón suspendido. Y
después la nostalgia de aquel tiempo en la garganta, dura y corpórea. Una
nostalgia que no se va, que todavía duele. Y lo peor de todo, el desasosiego
que produce el remordimiento de no haber hecho absolutamente nada , la
sensación de haberle perdido una vez más.
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