"Tenía su propia religión, como es natural no la católica, lo que no hubiera sido posible en casa de su padre, mi abuelo, que tenía del catolicismo una opinión aniquiladora. La Iglesia católica era para él un movimiento de masas totalmente vil, nada más que una asociación embrutecedora de los pueblos y explotadora de los pueblos para recaudar incesantemente el mayor capital imaginable; a sus ojos, la Iglesia vendía sin escrúpulos algo que no existía, a saber, un Dios bueno y, al mismo tiempo, también malo, y expoliaba en todo el mundo, de millones de formas, hasta a los más pobres entre los pobres, con el único fin de aumentar incesantemente su fortuna, que tenía invertida en gigantescas
industrias y en infinitas montañas de oro y en igualmente infinitos montones de acciones en casi todos los bancos del mundo. Todo el que vende algo que no existe es acusado y condenado, decía mi abuelo, pero desde hace milenios la Iglesia vende a Dios y al Espíritu Santo abiertamente, con absoluta impunidad. Y además sus explotadores, hijo mío, y por lo tanto los que mueven los hilos, viven en palacios principescos. Los cardenales y arzobispos no son más que recaudadores sin escrúpulos a cambio de nada. Mi madre era una persona creyente. No creía en la Iglesia, probablemente tampoco en Dios, al que su padre, mientras vivió,había declarado muerto una y otra vez, pero creía. Se aferraba a su creencia, aunque se daba cuenta también, como todos los creyentes, de que cada vez la dejaba más en la estacada."
Thomas Bernhard. Un niño
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